Un profesor de yoga
debe de ser capaz de
adaptar el yoga a la
gente y no la gente al
yoga.
Krishnamacharya
Cuando se coloca al profesor de yoga sobre un pedestal,
¿lo estaremos preparando para su caída?
No podía quitarle la vista de encima; sentado en loto entre un circulo de estudiantes
nuevos, yo estaba fascinado mientras el profesor abría el intensivo de una semana de
Kripalu yoga con una demostración de un flujo de posturas, con su cuerpo largo y
esbelto doblándose habilidosamente de un asana despampanante a otra como si posara
para una serie de óleos de Picasso. ¡Que no daría yo por poder mover mi cuadro
Rubens de ese modo!
Así y todo mientras me encogía en mi indumentaria zafu y fuera de lugar con mi
pulóver extra grande y mi sudadera gris, más apropiados para
y-o-g-a; no me sentí intimidado sino inspirado. Al principio, claro está, hubo algunos
pensamientos triviales – “ espero que él no espere que yo haga eso” – solo que antes
de que pudiese perderme en mis mareos de principiante, el maestro se había unido
a nuestro círculo sentado y nos hablaba en tonos suaves, conciliadores acerca de estirarse
tan lejos como nuestros cuerpos físicos holgadamente permitieran, acerca de
dejar a la postura tomar forma gradualmente, acerca de simplemente aceptarnos de la
forma que fuésemos. A medida que él hablaba, desde el pedestal de su postura con la
espalda perfectamente recta, encontré mi mirada gravitando hacia el halo que podía
jurar rodeaba su cabeza.
De hecho, este maestro de yoga no era más santo que los demás. Ni más acrisolados
que la mujer que enseña posturas en la sala de su casa. No más perceptivo que el tipo
que da clases en un estudio alquilado en algún centro de ejercicios. Cualquier buen
maestro –que evoque la mezcla única de transformación física, emocional, y espiritual
del yoga – puede acabar venerado por sus estudiantes. Y aun mientras un halo
pueda parecer un distintivo de honor, resulta más un peligro profesional, la raíz de
muchos derrumbaderos potenciales alrededor de los cuales un instructor de yoga debe
navegar para crear una relación saludable con sus estudiantes.
“Es muy halagüeño cuando los estudiantes tienen un alto concepto de usted, pero
como instructor de yoga debe recordar que usted sirve al espíritu, no al ego,” asevera
Jonathan Foust, el instructor a quien le puse un halo durante aquel curso para principiantes
que tomé hace algunos años en el Centro Kripalu para
ashram que se volvió retiro de aprendizaje holístico en las colinas Berkshire del oeste
de Massachusetts.
“Veo a tantos instructores infatuados con el viaje de poder. Ser un agente de transformación
en la vida de alguien es la acometida más grande en el mundo, pero es
como el fuego: Si se maneja correctamente, es una gran herramienta; pero si se usa
indebidamente, quema”.
¿La herramienta de Foust para manejar las proyecciones etéreas de los estudiantes?
Hacer un esfuerzo extraordinario para seguir con los pies en la tierra. El halo eventualmente
se desvanece de la vista si el instructor rocía sus enseñanzas con comentarios
irreverentes, humildes, o simplemente absurdos. “Me gusta decirle a los estudiantes
nuevos que soy un milagro del yoga: Cuando comencé, medía
y ahora mido más de seis cinco,” expresa Foust. “Luego, cuando todos están con los
ojos muy abiertos digo, ‘Claro está, empecé cuando tenía 13 años.’” Él se ríe, y repentinamente
recuerdo lo que pasó con él que me indujo a descartar la deificación a
primera vista y desarrollar una relación en la vida real con este instructor. “Se hace
lo que haya que hacer,” él dice, “para demostrar que no se es diferente de los estudiantes,
que se es humano también”.
Equilibrio delicado de poder
Donna Farhi nunca olvidará la lección humana de la vida real que aprendió hace
unos pocos años cuándo ella fue a México para dar un entrenamiento para profesores
de yoga de 10 días. Después de llegar de su casa en Nueva Zelandia, mientras ella se
encargaba de los preparativos finales para el intensivo se encontró pensando acerca
de la imagen que ella quería proyectar a sus estudiantes. “Estuvo en el fondo de mi mente
que iba a presentarme como una gringa blanca lista,” recuerda. “Iba a mantener mis
límites y mantener que una cierta reserva apropiada para una maestra”.
El día antes de empezar el entrenamiento, sin embargo, la imagen de Farhi – junto
con su plan de clases ensayado y exacto – sufrió un cambio dramático y perturbador.
“Me puse muy, muy enferma,” nos cuenta. “Me costaba mucho trabajo incluso arrancarme
de la cama”. Repentinamente, se transformó de gringa blanca lista en una
criatura débil bascosa, pálida que era conducida entre dos estudiantes para no perder
el equilibrio al ir al baño. ¿Los linderos? ¿La reserva? Difícil mantenerlos cuándo
un estudiante a quien acaba de conocer le baña con una esponja.
La siguiente mañana, desmejorada pero decidida a mantener su programa gringo,
Farhi comenzó la clase – apenas. Ella pasó el primer día enseñando sentada – parándose
solo cada hora para sacar nuevas fuerzas y llegar al inodoro. Esto siguió por
días. En un punto Farhi prorrumpió en llanto delante de algunos estudiantes. “No sé
cómo pueda enseñar hoy,” articuló. “Apenas puedo caminar”. Pero permaneció con
el programa hasta el fin, y así lo hicieron también sus estudiantes. Uno le escribió
meses después para comentarle que el aspecto más edificante de ese curso, por supuesto
igual que el material utilizado, había sido la aceptación incondicional de la
maestra de su debilidad, su “fuerza en la fragilidad”.
Farhi entendió. La enfermedad, se percató, no había reducido su poder como maestra.
Más bien, la había abierto a ser real con sus estudiantes. Ella no tuvo alternativa.
“Estaba tan débil,” dice, “ que el único lugar donde podía estar era en mi centro.
Y los estudiantes estaban completamente allí conmigo, este ser humano tan frágil
que luchaba tanto”. Ella recuerda enseñar más lúcidamente que nunca antes. Hoy
ella evoca ese entrenamiento intensivo como “una de las experiencias más profundas
y cariñosas haya tenido jamás”.
Nadie le desearía una enfermedad tan debilitante a ningún instructor; “ ciertamente
no querría repetir la experiencia,” dice Farhi; pero este episodio arroja alguna luz
sobre el equilibrio sutil de poder en un estudio de yoga. Ponerse en un pedestal, ya
sea elevado por los estudiantes o impelido por su interés personal, puede ser una
actitud ególatra de primera clase, ¿pero a qué precio? Ese no es lugar para que un
instructor graciosamente modele asanas. Ascender de regreso a la tierra rinde fruto:
Reenfoca la atención de los estudiantes en su propia experiencia. “Quiero que ellos
se den cuenta de que no hay nada mágico acerca de haber logrado una cierta ecuanimidad
de mente o una cierta destreza en el cuerpo físico,” dice Farhi. “Cuando los
estudiantes proyectan cualidades mágicas a su instructor, lo que proyectan es algo
más allá de ellos mismos que mágicamente aparece” poof- “y le quita la responsabilidad
de ellos de hacer el trabajo”.
¿De Qué Se Trata Todo Esto?
Descender de un pedestal requiere fuerza, una fuerza interior que, a pesar de las
apariencias, no todos los instructores de yoga tienen bajo su control a cada instante.
“En el mundo del yoga existen estos mitos acerca de que los instructores son casi
sobrehumanos,” dice un instructor de mucha experiencia, que pidió conservar el
anonimato. “Los estudiantes a menudo nos tratan de ese modo y comenzamos a
creerlo; tanto que no importa lo que está ocurriendo en el interior, usted tiene esta
vida pública donde usted es éste ser sereno, sagrado. Se vuelve muy difícil hablar
de las cosas engorrosas que normalmente ocurren en la vida, como las atracciones,
como las tentaciones. Y cuando usted lo lleva dentro, es como poner una tapa en
una olla de presión: Poco tiempo después, la tapa se desfoga”.
Este instructor sabe lo que se siente al ser quemado en esa explosión. Algunos
años atrás éste hombre casado, quien habló con la condición de que su nombre no
sea usado en este artículo, se tropezó con ese sumamente susceptible límite ético
y se involucró sexualmente con una de sus estudiantes. Cuando el asunto se hizo
público, recuerda, “mi primera tentación fue correr y esconderme”. Lo que él hizo
en cambio le ha permitido recobrar el respeto de muchos en la comunidad de yoga.
“Supe que tenía que afrontarlo,” asegura. “No fue fácil. Es como ser atrapado con
la mano en la jarra de galletas, no se puede negar. Así es que tuve que observar todo
el caos que había creado en las vidas de un montón de gente, y también a mi mismo:
¿De qué se trataba realmente este asunto”? Él dejó de dar clases; se disculpó ante
su mujer, su familia, sus colegas. Él comenzó a tomar psicoterapia, individual así
como también con su esposa, buscó asesoramiento de sus colegas y realizó muchas
lecturas sobre la adicción sexual y la relación entre el poder y el sexo.
“Una de mis creencias falsas era que las personas son responsables de su comportamiento,
que si una mujer quiere hacerme insinuaciones amorosas, entonces ese es
su asunto, y si me aprovecho de eso, no hay nada equivocado con eso, que ella es
adulta,” dice este instructor. “Realmente no entendía que en el papel docente se tiene
un poder increíble y los estudiantes quieren estar cerca de ese poder, esa energía.
No es una relación equitativa”. A diferencia de John Schumacher, quien habla de
su experiencia de transformar una relación instructor-estudiante en un matrimonio
en el cual el poder se comparte igualmente, este instructor estructura la perspectiva
de un hombre que casi devastó tanto su matrimonio como su carrera porque él no
pudo mantener el autocontrol. Conforme él sometió a su psiquis a un examen cabal,
descubrió las raíces de su amorío tanto en su estilo de vida como en su actitud. En
los años que lo llevaron hasta la mala conducta, su trabajo docente se había vuelto
completamente absorbente, haciéndolo viajar por largo tiempo. Cuando las personas
le preguntaban cómo manejaba él el estrés, este instructor tenía una respuesta locuaz.
“Si usted hace suficiente yoga,” aseveraba, “se puede permanecer equilibrado.” Pero
aun cuando él hablaba con tal ecuanimidad acerca de la estabilidad, él estaba perdiendo
la suya.
Casi dos años pasaron antes de que él pusiera un pie de regreso en un estudio de yoga
para enseñar. Hoy, este instructor cree que él no es simplemente un mejor instructor
de yoga sino un mejor hombre. “Tengo una relación mucho más consistente con mi
esposa y mi familia,” dice. “He crecido y aprendido bastante, y de eso se trata el
yoga; transformación”. Este crecimiento, agrega, ha transformado profundamente el
ambiente de aprendizaje en su estudio de yoga. “Yo siento como que tengo más para
dar a mis estudiantes,” plantea. “Ahora puedo crear un espacio seguro en el que ellos
aprendan. Y soy bastante más aceptador de sus imperfecciones. Sé demasiado bien
que no vivimos en un mundo perfecto”.
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